domingo, 6 de septiembre de 2009


Día tras día, la joven pasaba de mañana por esa vereda. Y al final de la tarde desandaba sus pasos, sobre la misma vereda .En esos dos momentos del día, siempre estaba el hombre de la camisa blanca en la ventana del primer piso de la casa de enfrente, mirándola. Unas veces apoyado con los brazos en el marco de la ventana abierta, medio cuerpo asomado .Eso, cuando el tiempo estaba bueno. Si no, detrás de los vidrios de la misma ventana, pero cerrada, cuando el frío era intenso o la lluvia copiosa. Desde su mirador, el hombre seguía a la joven con ojos atentos, ávidos y sin parpadear. No perdía un segundo de la rauda travesía frente a su ventana. La descubría en el preciso momento que irrumpía en su campo visual, por la derecha, trepando el cordón de la vereda .La muchacha ingresaba así a la pasarela. En eso se transformaba la vulgar vereda de enfrente para el hombre. Y el desfile concluía al doblar ella la otra esquina. Sólo unos metros y el espectáculo se cerraba. El hombre de la camisa blanca no podía perder un solo segundo de ese pasaje. El mismo minucioso y preciso avistamiento se repetía en la tarde, cuando por su izquierda aparecía ella, doblando la esquina e iniciando el esperado segundo desfile del día. A partir de allí, se producía un seguimiento de cada paso, de cada movimiento de la joven mujer que etérea mostraba, sin intención, sus cabellos rubios al viento. Irremediablemente fugaz, nunca suficiente para él. Todo terminaba cuando su figura empequeñecía para luego desvanecerse media cuadra después.
Cuando ella desaparecía, el hombre de la camisa blanca se aflojaba. Entraban en descanso sus músculos y su mente. Dejaba vagar sin rumbo sus ojos, en una mirada abarcadora y complacida por sobre el paisaje rojizo de los techos coloniales de ese barrio calmo y cobijador.



El silencio era el telón de fondo de esos encuentros. Sin ruido de motores ni bocinas, sólo algunos peatones y pocas bicicletas transitaban por el lugar. Algo del tronar de los barcos, llegaba con sordina desde el gran puerto. El pasar de la muchacha y el mirar del hombre adquirían en esa calle un marcado tinte de intimidad. Como que estuvieran solos y próximos .Cada uno aceptando el desempeño de su papel en el escenario .Para él una cita obligada, impostergable, vital. Para ella, un encuentro ineludible.
Poco tiempo después de percibir la mirada del hombre, la muchacha comenzó a atisbar a su puntual observador. Lo hacía cuando recién entraba en la zona de contacto con la casa y la ventana. Sólo con los ojos apuntando al lugar, sin dar pista con giro alguno de la cabeza. Luego, ya pasando frente a la ventana, su mirada se dirigía empecinadamente hacia adelante. De esas furtivas ojeadas supo que era un hombre de aspecto agradable, corpulento por lo que indicaban sus brazos asomados, de cabello lacio que caía sobre la frente y permanente camisa blanca.
Tiempo después, se descubrió entusiasmada pensando que podría mirar la ventana sin impedimento. Fue un día de mañana, cuando pasó una hora antes de lo habitual frente a la casa del hombre. Sin disminuir el paso, giró la cabeza desde que divisó la ventana abierta. Él no estaba allí. Enlenteció su ritmo cuando estuvo frente al lugar .No había nadie. No pudo darse cuenta cuándo se detuvo. Sólo el encuentro con la mirada de él le avisó de que no estaba caminando. Tampoco entonces se puso a andar. Solamente una mirada, detenida y densa le impedía reanudar la marcha.


Al hombre de la camisa blanca le era suficiente saber que la vería pasar dos veces cada día. Un pasar que soñaba dirigido exclusivamente a él. Solos los dos, en la silenciosa calle. La urgencia inconfesable, sin embargo, iba más allá. Su entrega sostenida y total, estaba muriendo por inanición. Sólo los ojos de ella en sus ojos podían evitar la muerte de su mirada, su modo de vivir. Impostergable obtener esa única nutriente para así seguir mirándola, seguir viviendo.

2 comentarios:

  1. Edelma, celebro las vueltas de la vida, mejor dicho, las vueltas de las letras, que nos han vuelto a reunir.

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  2. Con un cierto enigma, con sonoridad, me gustó mucho.

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Dulce tu comentario , Stella. Comparto la celebración por el reencuentro en esta nueva sintonía de las letras y el escribir.