martes, 29 de septiembre de 2009


Pregunta sin respuesta.


Leo el libro para los 35 niños de 5 años. Voy mostrando las fotos.
La última imagen es la del personaje con un manojo de globos multicolores en las manos que lo elevan al cielo.

R. pregunta si es de verdad lo que pasa allí. En el acto me invaden estas preguntas:
¿Romper la magia que hace dudar a R.? ¿Y la de los otros 34 que no preguntan?

Respondo con otra pregunta: “¿Alguien quiere contestar a R?”
Cuerpeo la respuesta. Esquivo responsabilidad.

"Sapos y princesas " (2)

domingo, 27 de septiembre de 2009



Latinos y limpitos.

Tarde de sábado otoñal. María Luisa y yo buscamos pensión en la hermosa ciudad estudiantil.
Suben los precios cuando detectan nuestro acento.

Los latinoamericanos se duchan todos los días ,
nos incrimina una de las Doñas dueñas.

Otra concluye con alerta sanitario:
.-"¡ Signorina ! , fare la doccia ogni giorno indebolisce ".-
( ¡Señorita! , ducharse todos los días debilita!)
“On the road”((1)

Caperuloba.

Pesada, me tenés podrida, contestó Caperucita a su dulce madre. De un zarpazo, le arrancó la cesta de la mano y furiosa inició el camino.
Los animalitos del bosque corrieron a sus sucuchos al verla venir. Sabían de sus crueldades: patadas, pedradas y otras atrocidades innombrables.
El buen lobo corrió a esconder la abuelita en el ropero. La ancianita enferma no resistiría hoy las zancadillas y empujones de su malvada nieta. " Sapos y princesas " (1)

martes, 22 de septiembre de 2009

En el Día del Maestro .
Para Élida J. Tuana.

Había terminado el escrito. Me acerqué a la profesora. Le entregué las hojas y se lo dije. Ella me miró perpleja, casi molesta.
“.- Vaya y plantéeselo a la directora.- ", me respondió.
A gatas me había animado a hablar con ella - profesora del año - y ya me había puesto colorada.
Con dieciséis años y recién llegada a la capital, no sabía cómo dirigirme a alguien tan importante como la directora. Solamente el pensarlo,desataba mi incontrolable rojez, que no era rubor.
Si me traspiraban las manos, las axilas; si me temblaba el cuerpo, nunca llegué a saberlo. Para mí sólo existía ese fuego delator que escapaba a mi control. Me dominaba burlón, siempre ganador.

Lo imperativo del planteo me llevó hasta el lugar indicado. Solamente la urgencia logró que actuara. Sin saber con la voz prestada de quién, pedí permiso y entré al despacho de la directora. Ella no levantó la vista de sus papeles. Me preguntó qué quería. Sentí que la cabeza me iba a explotar, indoloramente. Obedecí, exponiendo mi solicitud. Hablé con la misma voz que no reconocía mía y a un ritmo mucho más acelerado. Me apuraba intentando concluir antes que ella levantara la vista.
Para que no me viera. Roja, incendiada. No lo logré.
Me miró y habló, con su voz vibrátil. La oí como si me hablara desde muy lejos y muy alto, aunque estuviera sentada y fuera baja de estatura en la realidad. Sentí que ella sólo veía mi desenfrenada cara roja , no a mí toda. Sacudiendo la cabeza rítmica y pausadamente, como con desconsuelo me dijo:
.-“No puedes seguir pensando solamente en Colonia”.-



Yo terminaba de decirle que renunciaba a mi segura condición de aprobada, sin oral y pedía se me incluyera en la lista de los menos agraciados sí o sí a oral. Porque por ellos empezaría la corrección de escritos y a las dos de la tarde comenzarían los orales. Según mis cálculos, con la C de mi apellido estaría pronta antes de las cuatro y media de la tarde. No importaba con qué nota sino a qué hora. Es que era viernes y a las cuatro y media saldría la última Onda para Colonia.

domingo, 20 de septiembre de 2009


Viajera perdida en serbio


La viajera vivía ese primero de enero en Venecia, después de compartir un fin de año con arepas y caraotas negras. Uno de los venezolanos había encargado estos comestibles a su país. Todos los del grupo sospecharon, sin confirmarlo, que el inusual envío había llegado por valija diplomática. Nomás para amainar nostalgias en esa fecha, celebraron con comida venezolana.


La música compañera no podía faltar. La guitarra del brasileño nordestino había viajado con el grupo desde Perugia, en tanto su dueño marchaba al sur, a Corfú. Mayoría de venezolanos transformaron la guitarra sertaneja en cuatro llanero. El milagro exigió poco: supresión momentánea y mecánica de las cuerdas quinta y sexta. Una mano femenina y sutil las sofocaba pasando el brazo por detrás de la caja. El hábil caraqueño se encargaba de arrancar, con imprescindibles dos manos, las mejores melodías de ese instrumento recién nacido. La música venía volando del otro lado del océano, envolvente y hermanadora.
Música y palabra. Común castellano a pesar de las tantas alteraciones – bemoles y sostenidos - de los países de origen. Un poco cambiada, como la guitarra nordestina en cuatro llanero, la lengua materna permanecía siempre reconocible en sus sonoras cuerdas básicas.


De esa Venecia -Venezuela, partió la viajera a Zagreb. Iba al encuentro de otros latinoamericanos. Pero no ya con la familiar lengua del Dante como entorno sonoro y escrito.
Su croata básico le permitía apenas comprender que la impronunciable trg significaba plaza.
Y además le eran reconocibles los tres grafemas que la constituían. En el mismo sentido, tita, le indicaba “de Tito”. Y ella iba a Trg Tita, al encuentro amigo. Allí, otro chapuzón en castellano con chilenos y costarricenses.


Llegó luego a Beograd. Fue ingresar al mundo de lo indecodificable.
Una mezcla de desagrado y excitación ante el desafío, cubrió a la pasajera junto con la nieve que caía. Papelito en mano con un dibujo irregular como de nene de tres años, buscaba el correspondiente diseño en los carteles de los ómnibus. Mucha espera, mucho frío y un gran desvalimiento.
«No sé hablar; no sé leer. No soy». Así se sintió la mujer.


Tal vez habían pasado solamente diez minutos en el reloj. Una eternidad. Emergió de su desierto nevado cuando logró reconocer coincidencia entre su dibujo en el papelito - que apretaba su mano derecha enguantada - y el cartel del ómnibus que llegaba. Se le pobló y coloreó el paisaje. Hasta lindas le parecieron ahora las caras de los serbios alrededor de ella en la parada , que un momento atrás sentía de mármol blanco. Imaginó destellos de luces de colores que le guiñaban con complicidad desde la parte de arriba del aparecido ómnibus. Con intermitencia risueña, iluminaban el dibujo deseado y esperado.
Respiró aliviada, aliviadísima. Subió. Se acomodó en un asiento. Liviana, livianísima.

sábado, 19 de septiembre de 2009


Achicando
el frío gris
montevideano.

Si bien hasta ahora el invierno no ha apretado mucho, otra vez aparece el proyecto acuciante de acortarlo. No es solamente zafar del frío lo que me moviliza. Mi necesidad impostergable de autoengaño tiene que ver más con la liviandad de ropa y libertad de cuerpo que me lleva casi de la mano a sumergirme en agua de mar.

Y cómo no añorar el verano, si ya nomás con recordarlo siento como real la sensación de mi cuerpo en el agua, envolvente y protectora. Flotar, flexionando las piernas y apenas aleteando brazos, significa una entrega total. Ahora evoco el gusto y olor a mar; enseguida segrego saliva. Cuánta ausencia siento en junio del verano, de meterme en el mar. Otros inviernos ya supieron de mi ingenio para esquivarlos, aunque fuera un poquito.

Y ahora me deleito planeando y saboreando, el “como si” fuera verano del 2009. Pocos días, no importa. Pasearé por ese lugar de aquí cerquita, sintiendo como otras veces, que soy Silvana Mangano en “Muerte en Venecia” mientras camine por los ampulosos corredores y ricos salones del viejo Hotel. Admiraré sus vitrales y esculturas, intentando desentrañar los escondidos mensajes que desde la alquimia pretenden dar. Éste será el entorno que amorosa y armoniosamente acompañará mi primordial propósito: sumergirme en agua salada en invierno y frente al mismísimo mar!

martes, 15 de septiembre de 2009

martes, 8 de septiembre de 2009



Desesperando
en el
Espera.


A medida que iba cayendo la tarde, las sombras de la isla cercaron la casa, conmigo y los dos niños adentro .La vivienda se sostenía sobre pilotes sumergidos en el agua del río Espera. La sudestada había empezado temprano en la tarde y el agua desencauzada -como atropellando- tapó rápidamente el muelle. Después siguió su marcha cubriendo todo el frente y los lados de la casa donde tantas veces jugaban los chiquilines y nosotros con ellos. Ese pasto verde y mullido era ahora agua marrón de río revuelto. Y nosotros tres allí arriba, cada vez menos lejos del agua que avanzaba, apropiándose de todo.
Yo intentaba disimular mi miedo ante los chiquilines. Ellos se mostraban más deslumbrados que amenazados ante ese espectáculo al que yo aderezaba comentarios e información. Así nos transformábamos en espectadores de tal desenfreno; como si todo aconteciera fuera y lejos. Sin luz eléctrica, consideré que el lugar menos lúgubre y amenazante para instalarnos a esperar, era la pieza del frente. Abrazándolos trataba de hacerles sentir que seguíamos siendo y estando los tres, a pesar de que la oscuridad impedía vernos.

En esa pequeña habitación, desayunábamos o almorzábamos los cuatro en los días buenos disfrutando la vista del río. Ese río-calle donde desfilaban coloridos barcos deportivos, botes a remo, lanchas de pasajeros y embarcaciones exhibiendo frutas y verduras que abastecían a los isleños. Ahora no era más ese mirador, porque nada veíamos.

A la hora que debía pasar y detenerse la última lancha de pasajeros, en que debía llegar “papá”, nada apareció ni nadie llegó. Estaba clavado. Por la fuerte sudestada habían cerrado el puerto de Tigre. Me inundó, si no el río Espera, la soledad y la impotencia. Los niños no tenían idea de la hora ni del tiempo transcurrido. Yo sí consultaba con frecuencia el reloj, iluminando mi muñeca con la linterna. El espectáculo continuaba afuera sin interrupción. Mis hijos no dejaban de sorprenderse y preguntar con ingenua curiosidad. Me conmovían y les respondía con entusiasmo. La palabra y el abrazo humanizaban la escena y el lugar.
Volví a conectarme con el afuera cuando escuché lejos un motor. Casi no respiré para afinar el oído. No era el viento en los árboles; tampoco el sonoro tableteo del agua en las chapas del techo.
Identifiqué el ruido; era una lancha.
Irrumpieron luces de potentes faros sobre el río. Escuché que aminoraba la marcha. Ya estaba frente a la casa. Luego de varias maniobras y siempre con los faros buscando el muelle que no iba a encontrar, la lancha se detuvo sin apagar el motor. Entonces, apareció mi marido caminando con los brazos abiertos como equilibrista de circo, sobre el pasamanos no visible del muelle.Las piernas bajo el agua.La memoria de los dos o tres metros para acceder al también invisible pasto verde y mullido, lo conducían a nosotros. Los chiquilines felices y sorprendidos por este padre con destrezas acordes al espectáculo de tantas horas, coreaban: - “¡Papá , pá.! ¡Llegaste!” -
Yo no respiré hondo hasta que, siempre de memoria y con el agua hasta la rodilla, logró subir los escalones y entrar a la oscuridad de adentro, llena de abrazos y vítores.

domingo, 6 de septiembre de 2009


Día tras día, la joven pasaba de mañana por esa vereda. Y al final de la tarde desandaba sus pasos, sobre la misma vereda .En esos dos momentos del día, siempre estaba el hombre de la camisa blanca en la ventana del primer piso de la casa de enfrente, mirándola. Unas veces apoyado con los brazos en el marco de la ventana abierta, medio cuerpo asomado .Eso, cuando el tiempo estaba bueno. Si no, detrás de los vidrios de la misma ventana, pero cerrada, cuando el frío era intenso o la lluvia copiosa. Desde su mirador, el hombre seguía a la joven con ojos atentos, ávidos y sin parpadear. No perdía un segundo de la rauda travesía frente a su ventana. La descubría en el preciso momento que irrumpía en su campo visual, por la derecha, trepando el cordón de la vereda .La muchacha ingresaba así a la pasarela. En eso se transformaba la vulgar vereda de enfrente para el hombre. Y el desfile concluía al doblar ella la otra esquina. Sólo unos metros y el espectáculo se cerraba. El hombre de la camisa blanca no podía perder un solo segundo de ese pasaje. El mismo minucioso y preciso avistamiento se repetía en la tarde, cuando por su izquierda aparecía ella, doblando la esquina e iniciando el esperado segundo desfile del día. A partir de allí, se producía un seguimiento de cada paso, de cada movimiento de la joven mujer que etérea mostraba, sin intención, sus cabellos rubios al viento. Irremediablemente fugaz, nunca suficiente para él. Todo terminaba cuando su figura empequeñecía para luego desvanecerse media cuadra después.
Cuando ella desaparecía, el hombre de la camisa blanca se aflojaba. Entraban en descanso sus músculos y su mente. Dejaba vagar sin rumbo sus ojos, en una mirada abarcadora y complacida por sobre el paisaje rojizo de los techos coloniales de ese barrio calmo y cobijador.



El silencio era el telón de fondo de esos encuentros. Sin ruido de motores ni bocinas, sólo algunos peatones y pocas bicicletas transitaban por el lugar. Algo del tronar de los barcos, llegaba con sordina desde el gran puerto. El pasar de la muchacha y el mirar del hombre adquirían en esa calle un marcado tinte de intimidad. Como que estuvieran solos y próximos .Cada uno aceptando el desempeño de su papel en el escenario .Para él una cita obligada, impostergable, vital. Para ella, un encuentro ineludible.
Poco tiempo después de percibir la mirada del hombre, la muchacha comenzó a atisbar a su puntual observador. Lo hacía cuando recién entraba en la zona de contacto con la casa y la ventana. Sólo con los ojos apuntando al lugar, sin dar pista con giro alguno de la cabeza. Luego, ya pasando frente a la ventana, su mirada se dirigía empecinadamente hacia adelante. De esas furtivas ojeadas supo que era un hombre de aspecto agradable, corpulento por lo que indicaban sus brazos asomados, de cabello lacio que caía sobre la frente y permanente camisa blanca.
Tiempo después, se descubrió entusiasmada pensando que podría mirar la ventana sin impedimento. Fue un día de mañana, cuando pasó una hora antes de lo habitual frente a la casa del hombre. Sin disminuir el paso, giró la cabeza desde que divisó la ventana abierta. Él no estaba allí. Enlenteció su ritmo cuando estuvo frente al lugar .No había nadie. No pudo darse cuenta cuándo se detuvo. Sólo el encuentro con la mirada de él le avisó de que no estaba caminando. Tampoco entonces se puso a andar. Solamente una mirada, detenida y densa le impedía reanudar la marcha.


Al hombre de la camisa blanca le era suficiente saber que la vería pasar dos veces cada día. Un pasar que soñaba dirigido exclusivamente a él. Solos los dos, en la silenciosa calle. La urgencia inconfesable, sin embargo, iba más allá. Su entrega sostenida y total, estaba muriendo por inanición. Sólo los ojos de ella en sus ojos podían evitar la muerte de su mirada, su modo de vivir. Impostergable obtener esa única nutriente para así seguir mirándola, seguir viviendo.