martes, 8 de septiembre de 2009



Desesperando
en el
Espera.


A medida que iba cayendo la tarde, las sombras de la isla cercaron la casa, conmigo y los dos niños adentro .La vivienda se sostenía sobre pilotes sumergidos en el agua del río Espera. La sudestada había empezado temprano en la tarde y el agua desencauzada -como atropellando- tapó rápidamente el muelle. Después siguió su marcha cubriendo todo el frente y los lados de la casa donde tantas veces jugaban los chiquilines y nosotros con ellos. Ese pasto verde y mullido era ahora agua marrón de río revuelto. Y nosotros tres allí arriba, cada vez menos lejos del agua que avanzaba, apropiándose de todo.
Yo intentaba disimular mi miedo ante los chiquilines. Ellos se mostraban más deslumbrados que amenazados ante ese espectáculo al que yo aderezaba comentarios e información. Así nos transformábamos en espectadores de tal desenfreno; como si todo aconteciera fuera y lejos. Sin luz eléctrica, consideré que el lugar menos lúgubre y amenazante para instalarnos a esperar, era la pieza del frente. Abrazándolos trataba de hacerles sentir que seguíamos siendo y estando los tres, a pesar de que la oscuridad impedía vernos.

En esa pequeña habitación, desayunábamos o almorzábamos los cuatro en los días buenos disfrutando la vista del río. Ese río-calle donde desfilaban coloridos barcos deportivos, botes a remo, lanchas de pasajeros y embarcaciones exhibiendo frutas y verduras que abastecían a los isleños. Ahora no era más ese mirador, porque nada veíamos.

A la hora que debía pasar y detenerse la última lancha de pasajeros, en que debía llegar “papá”, nada apareció ni nadie llegó. Estaba clavado. Por la fuerte sudestada habían cerrado el puerto de Tigre. Me inundó, si no el río Espera, la soledad y la impotencia. Los niños no tenían idea de la hora ni del tiempo transcurrido. Yo sí consultaba con frecuencia el reloj, iluminando mi muñeca con la linterna. El espectáculo continuaba afuera sin interrupción. Mis hijos no dejaban de sorprenderse y preguntar con ingenua curiosidad. Me conmovían y les respondía con entusiasmo. La palabra y el abrazo humanizaban la escena y el lugar.
Volví a conectarme con el afuera cuando escuché lejos un motor. Casi no respiré para afinar el oído. No era el viento en los árboles; tampoco el sonoro tableteo del agua en las chapas del techo.
Identifiqué el ruido; era una lancha.
Irrumpieron luces de potentes faros sobre el río. Escuché que aminoraba la marcha. Ya estaba frente a la casa. Luego de varias maniobras y siempre con los faros buscando el muelle que no iba a encontrar, la lancha se detuvo sin apagar el motor. Entonces, apareció mi marido caminando con los brazos abiertos como equilibrista de circo, sobre el pasamanos no visible del muelle.Las piernas bajo el agua.La memoria de los dos o tres metros para acceder al también invisible pasto verde y mullido, lo conducían a nosotros. Los chiquilines felices y sorprendidos por este padre con destrezas acordes al espectáculo de tantas horas, coreaban: - “¡Papá , pá.! ¡Llegaste!” -
Yo no respiré hondo hasta que, siempre de memoria y con el agua hasta la rodilla, logró subir los escalones y entrar a la oscuridad de adentro, llena de abrazos y vítores.

1 comentario:

Dulce tu comentario , Stella. Comparto la celebración por el reencuentro en esta nueva sintonía de las letras y el escribir.