sábado, 10 de octubre de 2009


MonteviMardel.

A mi antigua compañera del Instituto, la había reencontrado la noche anterior. Fue después del recital en El Boliche de Chapa. Allí acordamos el encuentro para la tarde siguiente en el hotel donde se hospedaba con su marido. Llegué a las dos de la tarde y hasta después de las siete hablamos sin parar, intentando inútilmente un resumen de cada una de nuestras historias. Nada menos que una década y no cualquiera, sino la del 74 al 84.
Ya cerrando el estéril esfuerzo, salió del ascensor el personaje. Ella lo llamó.
.-"¡ Freddy , papi !”.-
Él se acercó a nosotras, respondiendo al llamado.
Andar parsimonioso, pelo húmedo recién peinado, mirada profunda. Nancy nos presentó y le dijo que ahora vivíamos allí . Y sin más, el personaje me preguntó:
.-“ ¿Porqué eligieron Mar del Plata?”.-
Entonces le respondí con la seguridad de un argumento de poco peso, casi pueril. Pero el verdadero.
.-“ Porque se parece a Montevideo”.-
Él tiró la cabeza para atrás y como evaluando en flash, quedó unos segundos en silencio.
Después, con gesto aprobatorio afirmó:
.-“ Tenés razón, se parece.”.-
En ese momento aún no habíamos vuelto a Montevideo, ni ellos ni nosotros. Faltaba poco.

Hombres plenos.

Llevan horas de pausada pero ininterrumpida actividad. Hacen rodar las pesadas esferas por ese terreno cuidado y pulido como alfombra. El cuerpo esférico, con su homogeneidad y unicidad, es puro símbolo.
Cuando el jugador la sostiene en su mano con la palma abierta y el brazo extendido, más que la preparación para el bochazo inminente, parece el preámbulo de un espectáculo teatral o de una disquisición filosófica.
Ensimismamiento y silencio durante el tiro, todos mirando la trayectoria de la bocha. Puro comentario y pronóstico después.
Como si eso fuera parte del juego, de la destreza, del saber y del vencer.
Bullicio, desplazamiento de todos detrás de la esfera que rueda silenciosa y autónoma ahora.
Las lisas y rayadas tentando arrimarse al bochín.
Un sistema alrededor de ese sol que dirige y atrae. Y todos ellos, los sexagenarios y el Flaco, en el juego intencional a las bochas, con su carga de reglas y mediciones. Además, el juego oculto que ninguno de ellos tal vez reconozca: el de la memoria de los ritos.

En el cementerio nos llevábamos bien.

De niña, el cementerio fue para mí un lugar de paseo o excursión. Nunca lo asocié con sufrimiento. Tampoco pude vincular muerte con sufrimiento en esa etapa de la vida. (Sí, felizmente. Todo un privilegio).
El lugar donde estaban enterrados los muertos era para mí el lugar donde vivían los muertos. Aunque no los viera, ni se movieran, ni hablaran, todos ellos estaban allí. Llevar flores, poner agua fresca para esas flores que levábamos, me resultaba grato Y una actividad compartida en paz con mi madre.
Porque lo que allí hacíamos y hablábamos no provocaba la ira de mi madre.
Sus gritos y ojos saltones nunca aparecieron en las visitas al cementerio. Y yo niña, pensaba que el lugar nos hacía llevar bien. Ni el viento del río me molestaba cuando nos íbamos acercando al cementerio. Ya adentro, me gustaba el ruido de las casuarinas cimbreando flexibles, haciéndole el juego al sur soplador. Para hacer la visita, se esperaba que el día estuviera bueno, aunque irremediablemente ventoso. Con tiempo favorable, el éxito de la visita estaba asegurado.

Siempre llevándome de la mano, mi madre en monólogo o con intención de informarme (nunca lo supe), leía en voz alta los nombres de los familiares y amigos inscriptos en las tumbas. En el pueblo, todos los allí yacientes lo eran. Siempre supuse que elegía para nombrar a los más importantes por cercanos o bienqueridos.
.-“Acá está tío Luis. . . ¡Tan bueno con nosotros!”.-
.- “Allí está el marido de Carmen, mi prima.¡ ¡Qué joven murió Quique! . . .Pobre muchacho.”.-
Y mientras caminábamos, ella seguía en su acción de revistar. Yo me preparaba para ganarle en el avistamiento del lugar donde estaba mi bisabuela. Como era en lo alto, me obligaba a caminar un trecho con la cabeza levantada. Entonces, cuando lo encontraba, gritaba: .-“ Y aquí está abuelita Mariana”.-
Ganadora y ostentando mi exitoso aprendizaje, miraba sonriente a mi madre. Ella me devolvía una aprobadora mirada de maestra.
Parada obligada. Parada gustosa. Yo me acordaba de mi bisabuela; la había querido mucho. O mejor dicho, la quería mucho. Eso si se considera la indefinida frontera para mí respecto a los muertos-vivos del cementerio. Allí quedaban parte de las flores llevadas.

Reemprendíamos la marcha silenciosa, solamente acompañada por el ruido de nuestros pasos, por momentos irregulas a causa de algún salto mío. El murmullo de las casuarinas y el jolgorio de los pájaros, musicalizaban nuestra caminata.
Y constante, la voz de cicerone de mi madre ilustrando a ignorantes e invisibles visitantes .
Era asegurador para mí que nada cambiara de una visita a otra. No había sorpresas. Todos estaban en sus lugares, como debía ser. Y así, mi madre no se enojaba y nos llevábamos bien.
Llegadas al destino final y fundamental, la tumba de mi abuelo, mi madre reforzaba con su palabra, como si fuera indispensable.
.-“Llegamos.”.- Y agregaba enseguida: .-“Acá está la tumba de papá”.-
Tal vez, una confirmación tranquilizadora para ella.
Mientras cumplíamos el ritual de flores y agua, evocaba - como cada vez –las circunstancias en que murió su padre asesinado, cuando ella tenía trece años. No dejaba de referir los nombres de los enemigos políticos que lo mandaron matar. Ella se llamaba Blanca de nombre. Cruento su relato. Pero para mis oídos acostumbrados de niña no era más que el guión que acompañaba, dramáticamente y en letanía, la etapa final de la visita.
Para mí, nada más que otro cuento correspondiente a la visita al cementerio.

martes, 6 de octubre de 2009


Atrasito.


La Panamericana estaba cerrada por derrumbes. No podíamos esperar. Así que viajamos en una guagua, cruzando la Cordillera por donde solamente los mestizos lo hacen.
Porque no tienen más remedio. Más que peligro, suicidio.
Travesía de 58 horas desde Cuzco a Lima, sin comer más que huevos duros y galletitas envasadas. Lo que comían nuestros compañeros de viaje, lo llevaban puesto. No pudimos obviar el común baño en las paradas. “Atrasito” nos dijeron. Y entendimos.
Llegamos mestizas ; en costumbres y oliendo a especias.



“On the road”(4)

lunes, 5 de octubre de 2009




Mala vermelha.

Decidí en vuelo cambiar de destino. San Pablo y no Río.
Luego seguiría por tierra a Goiania, más cerca desde San Pablo.
Era avión correo de la fuerza aérea brasileña.
En Carrasco fui la primera en despachar la valija.
El portaequipaje era un cono invertido.

Cuando dije en San Pablo :“Me bajó acá”, me miraron extrañados.
Cuando informé cuál era mi valija, me expresaron su malestar.
Tuvieron que sacarlas todas. Mi mala vermelha era la última.
No me la entregaron. Me la tiraron a los pies.



“On the road” (3)





Desenrosques mágicos.

Un hada luminosa me indica hasta dónde seguir.
Me chista con chispas de luz cuando persisto en una acción que me frustra.

Yo , embretada entre la bronca y el llanto.
Chist, chist! , me susurra y titila ella.

Al oir sus luminosos chistidos, me desenrosco. Retorno progresivamente.
Recobro lo mejor de mí. Le sonrío con gratitud. Ella se aleja etérea.

La última vez que se me apareció, yo intentaba llevar los contactos de facebook a mi blog.


“Sapos y princesas”(4)

La Reina Maga.

Fue tanto el milagro que aún nadie lo puede creer en el reino.

Sólo con su presencia, el viejo huraño y malhumorado, comenzó a reir y decir cosas dulces.

La joven y la vieja se hicieron tan amigas que no tienen ya memoria de cómo eran antes.

Y todos los otros se embellecieron y son tan felices que ninguna otra ronda recuerdan.
Sólo la de hoy. Ronda de todas manos cálidas y enlazadas , girando alrededor de la Reina Maga.

“Sapos y princesas”(3)

viernes, 2 de octubre de 2009


Hermano americano.

Sin conocimiento del lugar, ni leído o escuchado. Sin nadie cercano que lo hubiera visitado. Así, desprovista, llegué a Machu Picchu.
Pero con Neruda como guía. Escuchando su voz única de trueno, cantándole y contándome la historia: “entre la atroz maraña de las selvas perdidas”. La voz inconmensurable del poeta y yo, solos ante la grandiosidad en ruinas.


"On the road" (2)